"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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La defensa del lobo

LA DEFENSA DEL LOBO. Jorge Muñoz Gallardo. ¡Sí, soy el lobo feroz! Bueno.... Ya no soy el mismo, es verdad. Los años han pasado, el pelo se me ha vuelto escaso y gris, no escucho tan bien como antes, se me cayeron los dientes, y como si todo eso fuera poco, ya no vivo en el bosque, vivo en el pueblo. Y esto de vivir entre los hombres no es cosa fácil, claro, ellos piensan que yo soy un perro, un simple y pobre perro, y no falta el rufián que me aparta con una patada en el culo cuando me cruzo en su camino. Pero, hubo un tiempo en que fui joven, vigoroso y feroz. Sí, tal como lo oyen, fui el amo del bosque, todas las criaturas salvajes me respetaban y huían al percibir mi presencia. ¡Ah! Nadie sabe como me sentía cuando allá en lo alto del monte, y bajo la luz de la luna, alzaba la cabeza y aullaba haciendo temblar los corazones de ovejas y pastores. No puedo negarlo, con alegría recuerdo aquella ocasión en que me encontré con Caperucita Roja. Yo hacía mi habitual ronda por el bosque, seguro de ser el amo y señor de esos parajes. La niña saltaba entre los arbustos persiguiendo las mariposas que aleteaban de flor en flor, su piel era rosada, sus ojos grandes y brillantes, su boca como un clavel, de todo su ser brotaba esa vibrante fuerza de la juventud. Yo podría haberla devorado ahí mismo, pero decidí darme un gusto, algo así como una nota de suspenso, y hablé con ella, la oí con atención, y por sus propias palabras me enteré de sus propósitos. Ella iba a casa de su abuela, como no recordarlo, y entonces pensé que podía divertirme devorando primero a la vieja y después a la nieta. Como ustedes saben, tomé un atajo, llegué primero a la casa de la abuela, y sucedió lo que ustedes saben tan bien porque la historia es demasiado conocida. Claro que hay algunos detalles que nunca se han contado, por ejemplo, que la vieja tenía menos carne que un palillo para limpiarse los dientes. Tampoco es cierto que me puse la ropa de la abuela, eso lo dicen sólo para deteriorar mi honra. El asunto fue más sencillo, escondí debajo de la cama los despojos de la vieja y enseguida me acosté, cubriéndome con las sábanas hasta la nariz. Luego llegó la chica y pasó lo que todos saben: Me la tragué de un bocado. Ese famoso diálogo en que caperucita me pregunta una serie de tonterías, como el tamaño de mis orejas o el largo de mis colmillos es pura fantasía, ni yo era tan feo como la vieja, ni la chica era tan estúpida como para confundir la apariencia le un lobo con la de su abuela. No hubo ningún diálogo, simplemente salté sobre ella en cuanto entró en la habitación. Eso de que apareció un leñador y me rajó la guata con su hacha, es otra mentira, lo que sucedió es que me vino un dolor de vientre tan insoportable que salí corriendo de la casa de la vieja y perdí el conocimiento a poca distancia. Cuando desperté, estaba bañado en sudor y comencé a vomitar y junto con el vómito salieron la abuela y la nieta. No cabe duda de que fue la vieja y su carne rancia la que me provocó los dolores del estómago. En cuanto estuvo afuera de mi vientre, Caperucita echó a correr monte abajo, yo no pude hacer nada para detenerla porque los dolores me tenían casi paralizado. Por supuesto, la niña le contó a sus padres lo ocurrido, entonces comenzó una persecución en mi contra, seguro que la chica le puso bastante color a su relato, la cosa es que decenas de cazadores recorrieron el bosque y yo tuve que refugiarme en una cueva escondida en lo más alto del monte y envolverme en hojas de ruda para engañar el olfato de los perros, gracias a esa estratagema me salvé, pero ya nada volvió a ser como antes y tuve que marcharme. Los años pasaron, mi salud se fue gastando, cada vez me era más difícil conseguir comida, no me quedó otra que mezclarme con los perros para salvar el pellejo. Así perdí mis instintos salvajes, como quien dice, me fui civilizando, o mejor dicho, aperrando. Tal vez alguien diga que todo esto es puro cuento, claro, es fácil afirmar algo así, porque no es otro quien lo dice sino yo, viejo y degradado, el que lo padece, yo que a ratos no tengo por cierto si soy un perro ó un lobo, que los apaleos del tiempo me pelaron el lomo y me quitaron los dientes y la identidad. Hasta yo mismo llego a dudar ahora de mi calidad de lobo que entre perros, patadas y tarros de basura me tienen tan confundido. Y todo por culpa de esa mocosa de mierda a la que perdoné la vida, al menos en el primer encuentro que tuve con ella. Tan linda que se veía con su trajecito rojo y esa frescura infantil, que casi parecía una mariposa más entre las flores. Pero no es cosa de puro recordar, que cuando no se tiene presente, o el presente no responde a nuestros deseos, no queda otra alternativa que refugiarse en los recuerdos. Claro, todo esto lo hago cuando estoy solo, echado a la sombra de un árbol, y entonces los recuerdos asoman y la imaginación me lleva otra vez al bosque y vuelvo a ser el lobo feroz, ese mismo que espantaba con sus aullidos nocturnos. Pero las cosas cambiaron con esa chica saltando entre las flores, jamás debí acercarme a ella, ya lo decía mi padre:”En cojera de perro y llanto de mujer no hay que creer”. Cierto es que Caperucita no lloraba y tampoco cojeaba, sin embargo era mujer, con eso bastaba para haberme portado con la mayor cautela. Y que ironías de la vida, soy yo el que a veces cojea de puro cansancio y también llora cuando me veo en los recuerdos y me comparo con lo que resta de mí. Ni perro, ni lobo, lejos del bosque, vagabundo anónimo en este pueblucho hostil. Si hasta los gatos me faltan el respeto a veces, cuando se trata de roer un hueso. Y la tal Caperucita cada vez más linda y erguida, pasa a mi lado sin mirarme, haciendo resonar sus tacones altos, con el cabello largo hasta la cintura, sonriendo feliz. Me dan ganas de saltarle encima, pero ya no tengo dientes ni fuerzas, y debo conformarme con mirarla con ojos mansos; de buey.

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